En 1973 la vida de un niño de 9 años en Tucumán giraba alrededor de los amigos del barrio, la escuela y el único canal de televisión que comenzaba a eso de las seis de la tarde. Era un mundo donde el barrio y sus calles eran el mejor lugar para los juegos, la pelota, las escondidas, a “Combate”, como la serie que se veía en un enorme Westinghouse que tardaba una eternidad en encenderse y en mi caso se sumaba el leer todo lo que caía en mis manos. Es en ese mundo, bucólico si se quiere, se hizo más notorio el cambio que había comenzado a vivirse en las calles de aquel Tucumán.
La escuela donde iba estaba ubicada en el centro de la capital tucumana y justo frente al comedor universitario de la UNT. Allí nacían las asambleas y las movilizaciones que, en más de una oportunidad, terminaban siendo reprimidas por la policía. Una vez, cuando salía de la escuela, estalló la represión y los gases comenzaron a sentirse mientras junto a mis hermanos salíamos a la vereda. Alguien gritó que volviéramos a la escuela pero, cuando nos dimos vuelta, la puerta se había cerrado. No nos pasó nada o tal vez sí y sin darnos cuenta nos pasó un capítulo de la lucha por el fin de la dictadura que encabezaba Alejandro Agustín Lanusse.
Lo cierto es que esos cambios que se comenzaban a hacer cada vez más palpables y seguramente poco comprensibles para un niño de 9 años llamaron mi atención. Las movilizaciones comenzaron a hacerse más visibles. Afiches, consignas pintadas en las paredes de negocios o paredones y panfletos me llevaban a mirar y leer, leer todo mas no preguntar. Solo mirar y leer.
En mi casa no se hablaba de política. Mi vieja estiraba las horas de todos los días para hacer de madre, ama de casa y maestra en la Escuela de Manualidades Niñas de Ayohuma que estaba en la Banda del Río Salí, un municipio que limita hacia el Este con la capital tucumana pero que en aquellos años parecía que estaba en el otro lado del mundo. Una sola línea de colectivos te llevaba o te traía de la Banda y después tenías que tomar el 17, otro colectivo, para llegar al Piedrabuena, un barrio que estaba rodeado de quintas y a los lejos el Matadero Municipal. Ella no hablaba de política o no recuerdo haberla escuchado decir algo al respecto hasta ese 1973.
Mi viejo era mecánico. Se levantaba muy temprano para cruzar la ciudad para ir al taller que tenía con su padre. Se especializaban en camiones, tractores y algún que otro colectivo. Regresaba al mediodía, almorzaba, mi vieja le preguntaba religiosamente cómo le había ido y él respondía, también religiosamente, “regular”. Luego leía La Gaceta, el único matutino que tenía la provincia, y tras llevarnos a la escuela dormía 45 minutos de siesta antes de retornar al taller. Mi viejo ponía el despertador pero si por alguna razón no funcionaba, él se despertaba de manera automática a los 45 minutos. A la noche, cuando retornaba, cenábamos todos mientras veía el informativo. Hacía algunos comentarios pero no hablaba mucho más de política.
Pero en 1973 el diario, las radios, la televisión pero sobre todo la calle comenzaron a hablar cada vez más de elecciones. Yo, mientras jugaba o me peleaba con mis hermanos menores que eran mellizos y no se despegaba jamás uno del otro, miraba y escuchaba lo que se decía en la radio, en el diario, en la tele y sobre todo en las calles.
No recuerdo la fecha exacta, pero debe haber sido fines de febrero o principios de marzo de aquel 1973 cuando una noche, mientras mi viejo desplegaba el diario en la mesa de la cocina les hice una pregunta: “¿A quién van a votar para presidente?”. Mis viejos me miraron, seguramente sorprendidos. Mi vieja se encogió de hombros. Mi viejo me sostuvo la mirada, pero a diferencia de cuando se enojaba esta vez tenía otro brillo. Como no decían nada, me animé y agregué: “Voten por Cámpora”.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/530561-voten-por-campora