El domingo 17 de octubre se cumplieron cuatro años de una de las escenas judiciales más brutales, por sus implicancias, de los últimos años. Ese día, pero de 2017, Sergio Maldonado y su pareja, Andrea Antico, permanecieron durante más de siete horas parados al lado de un cuerpo que flotaba boca abajo en el Río Chubut sabiendo que era probable que fuera el de Santiago Maldonado, algo que luego se confirmó. Se quedaron ahí, en esa cruenta espera, porque después de 78 días de búsqueda y de pistas obscenamente falsas agitadas por el gobierno de turno no confiaban en nadie, menos que menos en la (mal llamada) Justicia.
Hoy, pasado todo este tiempo, se confirma que tenían razones para no creer en nada. La investigación sobre la desaparición y la muerte de Santiago tras una cacería de Gendarmería cuando apoyaba a la comunidad mapuche de la Lof en Resistencia de Cushamen está literalmente estancada desde noviembre de 2018. Y eso que nuestro país sabe de víctimas, de desapariciones, de la necesidad de verdad y de la reparación necesaria que implica un granito de “justicia”.
Desde hace un año y siete meses, la Corte Suprema tiene que resolver si el juez que tiene la causa, Gustavo Lleral, que la cerró porque descartó todas las hipótesis sin hallar responsables y porque confesó que estuvo presionado, puede seguir al mando del caso, siendo que otros tribunales dijeron que hay que investigar todo. La abogada de la familia, Verónica Heredia, recuerda que existe un mandato constitucional y convencional de resolver en un “plazo razonable”. No está cuantificado, pero no es difícil de estimar. La propia Corte cierta vez hizo gala de este concepto, que en numerosas ocasiones no aplicó y, como sabemos, los supremos son referencia para todo el resto de los tribunales. Por esto, Sergio Maldonado convocó a hacer un reclamo colectivo ante el Palacio de Justicia, este jueves a la mañana.
La ocasión genera preguntas inevitables, y más todavía a la luz de hechos que todo el tiempo nos rodean. ¿Qué es lo urgente para el sistema de justicia? ¿Ordenar desalojos de personas que, sin tener un techo, reclaman acceso a la vivienda? ¿Echarlas con topadoras, policías y excavadoras, sin intentar una salida dialogada? Como en la Villa 31. Sí, eso fue urgente muchas veces, igual (en esa línea) que la promoción de leyes privatizadoras de espacios públicos, en pos de inversiones inmobiliarias y otras yerbas. Ah, sí: el poder económico a menudo está detrás. Igual que en los múltiples desalojos de comunidades originarias a la largo y a lo ancho del país. Como el que se llevó la vida de Maldonado. Hubo urgencia por mandar a la cárcel a dirigentes sociales, empezando por Milagro Sala. Hubo urgencia por apresar a políticos/as. Ninguna para desmontar la farsa de algunos expedientes. Seis años llevó que un tribunal dijera que no hubo delito en la firma del Memorándum con Irán. Y van 27 sin esclarecimiento del atentado a la AMIA.
¿Saben cuánto dura un juicio laboral? nueve o diez años, fácil. En pandemia se suspendieron 150.000 audiencias de procesos de ese tipo. Para eso no hay urgencia, ni plazos razonables. ¿Y desde hace cuánto hay una demanda colectiva por jubilaciones en el máximo tribunal? Más de una década. No hay urgencia cuando una mujer denuncia a su agresor, una, dos, tres, más veces. Hasta que un día se convierte en su femicida. El paso del tiempo importa de repente para cargárselo a las víctimas de abusos sexuales con la pregunta maldita: ¿Por qué no denunció antes? Como si muches agentes judiciales no se hubieran enterado aún de las secuelas que dejan esos crímenes. Entonces para esas víctimas ya es tarde, y para sus violadores llega la absolución.
También está la cronoterapia –-término acuñado por el fallecido supremo Carlos Fayt para hablar del cajoneo de expedientes– funcional a los poderosos, y con la que saben que cuentan. Años para investigar sociedades off shore (típicas herramientas de evasión impositiva), resistencia para desnudar las Sociedades de Acciones Simplificadas (SAS), esas que creó el macrismo para armar en 24 horas y que usó, por ejemplo, la banda narco de Los Monos para lavar dinero. Urgencia para que declararan como sospechosos/as ciertos/as dirigentes, como Cristina Fernández de Kirchner. Naturalidad, si Mauricio Macri anuncia que no se presenta a la indagatoria por espionaje o lo que sea. Si pasan 20 años sin que él y su familia paguen la deuda del Correo con Estado y otros acreedores. Urgencia para llevar las investigaciones a los tribunales amigos o afines, con sede en Comodoro Py, o ahora también en el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires.
La propia Corte Suprema, cultora en sus citas de los plazos razonables, se tomó seis años para decidir si el empresario Pedro Blaquier debía ser enjuiciado por crímenes de lesa humanidad. Bastante menos para conceder el 2×1 que pretendía liberar a los genocidas. Tardó cinco años en decir que Jorge González Nieva había estado preso sin pruebas por robo seguido de muerte: para ese entonces llevaba 14 años tras las rejas. Tuvo la causa contra las jóvenes Cristina Vázquez y Cecilia Rojas en 2015, pero recién a fin de 2019 dijo que las habían condenado sin evidencias por un homicidio. Llevaban once y catorce años presas respectivamente. Cristina no pudo rehacer su vida al quedar libre, y se suicidó.
Por supuesto que este es un repaso arbitrario, algo caprichoso, basado en impresiones cercanas, y antes de que llegue la factura: no todos los jueces y juezas ni fiscales ni fiscalas son iguales. Quizá una mayoría invisible sea honesta, trabajadora y eficiente. Hay casos donde no hay reproche. Por proximidad, esta semana fue condenado Leandro Teruel por dos abusos sexuales en Salta. Las víctimas recibieron bien la sentencia. Se cumplieron once años del asesinato de Mariano Ferreyra, cuya causa tramitó rápido y el juicio que condenó a José Pedraza se hizo en unos meses. Pero, hay que decirlo, una minoría judicial puede hacer estragos, o dejar marcas indelebles. Hay una regla no escrita que dice: para perseguir a vulnerables, rapidez; para delitos de guante blanco, parsimonia; a lo que habría que sumar la variante de los usos políticos de expedientes armados. Tampoco parece haber una comprensión acabada de que la reparación judicial importa para las víctimas, si no sería inadmisible, por caso, que el juicio por la caída del avión de Austral se haga recién ahora a 24 años de esa tragedia.
La mala imagen del Poder Judicial es real pero no es algo nuevo sino de décadas, profundizada además por la cosecha de privilegios eternos, como la exención del pago de ganancias.
Es tan evidente que hay que hacer algo con todo esto, y que hacen falta reformas de todo tipo y color. Qué extraña es también la doble vara judicial. Qué difícil descifrar el afán de supervivencia de magistradas y magistrados. Qué se juega, qué se les juega, y con qué poderes. Cómo operan fuertemente los medios y le dan funcionalidad política a ciertos expedientes. Qué brecha tan grande existe entre el mundo judicial y la gente de a pie, que debería poder ser protagonista. La palabra impunidad queda chiquita para hablar de todo esto, casi que no sirve. Qué necesario es que el poder político –todo– también acompañe y decodifique las verdaderas urgencias, las de carne y hueso.