¿Olvida o ignora Gabriel Levinas (quien lanzó la antipática y agresiva frase: “la sociedad no está preparada” para tener como presidente a “una persona que es tartamuda”), con tan ilustre apellido hebraico, que nuestro padre liberador, dirigente máximo, Moisés, fue tartamudo? Y que eso no le impidió (¡vaya si pudo!) acaudillar a todo un pueblo esclavo. Como consta en los sagrados Libros Sagrados, Éxodo 4: 10, él mismo se lo advierte a Jehová cuando este lo manda cumplir sus altas misiones: “¡Ay Señor! Yo no soy hombre de palabras de ayer ni de anteayer, ni aún desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua”. Y más adelante, de manera más oscura: “Yo soy incircunciso de labios, ¿cómo pues me ha de oír Faraón?” (Éxodo 6: 30).
Un Midrash (comentario de explicación e interpretación crítica de los textos bíblicos), el Rabba, que escuchamos desde muy niños, nos amplía el origen de ese malestar con una bella y penosa historia. Mientras jugaba en las rodillas del Faraón, el pequeño Moisés, que era el vástago adoptado por su hija, manotéo la corona, atraído por el brillo de las joyas, pero el Faraón sospechó ambiciones desmedidas del chiquito para con el poder y la riqueza. Los consejeros le recomendaron probarlo, verificarlo, antes de cualquier condena. Lo pusieron entonces ante una fuente con oro y otra con carbones ardientes delante, y su mano se dirigió, guiada por un ángel que Dios le envió oportunamente, hacia los rescoldos, con los que se quemó. Dirigió de inmediato la mano a la boca con las consecuencias imaginables.
Provocado el escándalo de la frase, la posterior aclaración del señor Levinas trató de convencer que no expresaba un prejuicio propio sino que interpretaba lo que una buena parte de la sociedad siente, no poder apoyar a una persona con una deficiente oratoria. Asumía así, bajamente, la supuesta voz de “una buena parte” de la sociedad a la que de ningún modo y sólo de prepo representa y a la cual, por cierto, no ha jamás consultado.
“Puede parecer, perdón, una cosa de segregación, pero para nada. Me gustaría un país en el que estemos tan evolucionados intelectualmente donde el presidente pueda ser una persona tartamuda. Quisiera un país así. Si vos vas a poner una persona de esa naturaleza como candidato a la presidencia, sabés que en Argentina va a fallar. Si la sociedad no está preparada para eso. ¿Por qué lo ponés igual? ¿Por qué lo señalás igual?”, dijo Levinas. “Justamente, un partido que lo único que hace bien es hablar -la oratoria de Menem, la oratoria de Kirchner, la oratoria de Cristina, la oratoria de Perón-, ponés a un tipo que no puede hacer oratoria”, agregó.
Utiliza, entonces, un verdadero recurso de la retórica, vastamente empleado (sí que salvando las distancias, por William Shakespeare), muy cercano a la que se llama con su sesudo nombre griego la paralipsis (figura que consiste en hacer fijar la atención precisamente sobre aquello que se finge omitir o dejar de lado): digo lo que pienso yo, lo que es mi prejuicio, pero, para que no se vea como tal, no digo que soy yo, me excluyo, digo que es lo que siente la sociedad. Vano artilugio para tapar lo que no es más que un señalamiento, personal, y político, del adversario jurado, de su posible candidato.
En el cerrado rechazo a discutir programas y objetivos, proyectos de país, propuestas, planes, la derecha no sale de estas minucias, que supone “políticas”, modalidades, defectos, ropas, maquillajes. Superficialidades y nadas con las que siempre ha construido sus jefes y globitos.
Así, en uno de sus malabarismos, tratando de criticar el discurso de la izquierda, no por sus contenidos, porque no puede hacerlo, sino de sus formas, incurre en una grosera observación y en una verdadera incorreccíón, humana y política. La reprobación casi unánime de la gente (salvo la complicidad previsible de algún periodista amigo), tal vez la ayude a recapacitar.
* Mario Goloboff es escritor y docente universitario.