Si claro que la recuerdo. Su imagen y lo que significó son una unidad. La recuerdo a través de su voz exigente, de su actividad política incansable, de su personalidad arrolladora, de su lenguaje fogoso, de sus charlas a mujeres, de sus contactos con ancianos y niños. Con cada actividad puedo recordar las correspondientes imágenes que se difundían.
La del peinado banana del primer tiempo, la del traje blanco en la gala del Colón, la del tapado de piel en el balcón en su viaje a España, cubierta con la mantilla en su visita al Vaticano, la de las botas y el pelo suelto de las tardes campestres de San Vicente; la del vestido a lunares pateando una pelota en la inauguración de los campeonatos “Evita”, la del traje sastre a cuadritos que le diseñara Paquito para sus tareas en la Fundación, la del día del renunciamiento llorando sobre el pecho de Perón, la de las charlas en la CGT, rodeada de los dirigentes en camisa, la del último contacto con el Pueblo, cuando acompañaba en el auto descubierto al General después de asumir el segundo mandato, con el tapado de piel que disimulaba el corset de alambre que le permitía estar de pié, la del rostro afilado y ojos tristes de los últimos días, la foto yacente en el velatorio y la cruel foto, de la devolución del cadáver, con señales evidentes de su profanación.
Con cada foto se enhebra un recuerdo, estos son los míos y como yo, así cada uno pudo armar “su propia” Evita, con las propias vivencias y con los relatos que el paso del tiempo nos acercó. Nadie ni nada pudo sentirse ajeno a su persona. Amores y odios llenaron el espacio que la rodeaba. Comenzó a trascender más allá de su medio artístico en el ´44, cuando yo orillaba los 7 años y ella protagonizó junto con otras artistas una colecta de solidaridad para beneficio de los damnificados por el terremoto de San Juan. Nada que a mi me interesara especialmente, más involucrado como correspondía a las actividades propias de la edad, llamémosle fútbol, ya que aprendí a deletrear hojeando El Gráfico y el Billiken, donde me apasionaban las andanzas de la barra del mítico club Sacachispas y sus héroes, el Comeuñas, el Lecherito y Pan de leche.
En los vaivenes de Octubre del 45, Evita Duarte, ya era una persona que aparecía en revistas de la radio y el cine, que junto al tango, el turf y al fútbol, eran los berretines de la época. Después vendría el 17, y en esos días inciertos, se casó con el perseguido Coronel y ya nadie la podría ignorar. ´
Para mis ocho años era una figura fantasmal que acompañaba en los actos proselitistas al Coronel, que apenas si asumía alguna identidad para mis ojos infantiles. Seguramente mi madre la conocía como artista de radioteatro, a la que era aficionada, más que mi padre, que ninguneaba cualquier veta artística; a quinientos kilómetros de la Capital, en Trenque Lauquen, mi terruño de la infancia, la única figura nítida era la del Coronel. Su paso como secretario de Trabajo había dejado huellas indelebles. Eva todavía Duarte, no tenía significación política, más allá de la gran urbe. Pero desde octubre a febrero, mucha agua corrió y con la campaña desatada a lo largo y ancho del país, Eva Duarte empezó a tener luz propia y todos la queríamos conocer, ya era Evita Perón.
En ese verano tórrido de mis recuerdos y viniendo desde Cuyo, el tren con el que el candidato recorría el territorio, hizo una parada fugaz en el pretencioso pueblo del oeste bonaerense, donde vivíamos, y donde mi padre ejercía su profesión de médico y no ocultaba su alineamiento con el Coronel. El candidato se asomó a la plataforma trasera del último vagón, saludó a sus simpatizantes, que eran la gran mayoría de los lugareños, nos dejó su sonrisa y unas pocas palabras de aliento y agradecimiento, y con ellas la disculpa de la señora que no nos saludaría, porque descansaba. A mis ojos, demasiado niño para la política, la estrella del evento había faltado a la cita, y un actor secundario la había suplantado.
Un par de años más tarde, ya vivíamos en Banfield, nuestra casa estaba sobre la avenida Pavón, y nos asomábamos a la calle cuando el ulular de las sirenas de las motos, los sábados al mediodía, anunciaba el paso del coche presidencial con Juan y Eva rumbo al fin de semana en San Vicente. El saludo era de rigor, y los esperábamos, “porque ellos eran nuestros”, como una reafirmación de la “normalidad” de la vida que disfrutábamos. En ese tiempo, todavía solo se la reconocía como la esposa del presidente y como tal, era María Eva Duarte de Perón, y viajaba a España, donde hizo delirar a los humildes.
A su vuelta, comenzó a ser Eva Perón, se despojó de otras pertenencias y se mostró ella. Había madurado y nacía la militante. Unos pocos años más tarde, a mis 13, ya con más edad y entendederas, tuve ocasión de verla muy de cerca y de saludarla, ya era Evita. Fue finalizando los 50. Mi padre iba a ser el primer director de la Maternidad Modelo de Avellaneda, que hoy se llama Ana Goitía, cargo al que había llegado por concurso y ese día, mediados de noviembre, se inauguraba lo que iba a transformarse en uno de los hitos de la política social en el conurbano. Evita era la madrina y después de la ceremonia, con palco, discursos y bendiciones recorrimos las instalaciones. Todo nuevo, incluyendo los uniformes de las enfermeras, emblemáticas figuras de la época, todo de primera calidad, devolviendo al Pueblo lo que es del pueblo. En primera fila, tuve oportunidad de estrecharle la mano, de recibir una cálida sonrisa, y hasta de olerla, una de mis manías para afirmar o rechazar a una mujer; dicen que se llamaba “Arpege”, y era un perfume atrapante.
En esa época, y visto desde la distancia que otorgan los años pasados y la experiencia incorporada, se puede afirmar que en vastos sectores de la sociedad se percibía un profundo compromiso de solidaridad social, más allá de posiciones sectoriales cada vez más irreductibles que fracturaban la sociedad. La reparación social como bandera de los valores de un país, y el pago de la deuda interna como políticas efectivas, estaba transformando la realidad y el humor social.
Gran parte de la sociedad productiva, hacía suya la convocatoria de hacer universal el estado de bienestar, con su disposición a compartir actos de solidaridad fraterna, desde sus propios compromisos con los que más lentamente llegaban a los beneficios. También hubo otros, que con una formación individualista, lo ignoraron. Es que el mandato solidario, había calado muy hondo en lo más amplio de los estamentos medios y bajos. La demanda constante de trabajadores transformada en pleno empleo, las mejoras salariales, los beneficios sociales con la construcción de viviendas sociales, hospitales y escuelas, y el acceso a las vacaciones en lugares imposibles de haber sido imaginados en los sueños de los postergados, constituía un “combo”, que para algunas minorías, eran de difícil digestión. Fueron tiempos de un optimismo como nunca volví a disfrutar en la vida. Tengo muy presente el discurso del “renunciamiento”, y el dramatismo que se vivió durante toda la jornada. Ya estábamos en un tiempo de tensiones políticas que se trasladaban a todo el cuerpo social, ya que los procesos de transformación, chocan con el statu quo de los instalados.
Mi padre era peronista y mi madre, que provenía del tronco radical, por cercanías amistosas con la familia de don Hipólito, era “contrera”, pero ya tenía su admiración por Eva, que con los años se convirtió en una manifiesta identificación, adhesión y admiración. Así resultó que fui peronista por parte de padre y evitista por parte de madre. Después vinieron los tiempos donde el núcleo de oposición cada vez se cerraba más y se hacía intolerable, y hasta las fiestas familiares fueron imposibles.
Recuerdo las pintadas crueles sobre la enfermedad de la “señora” y los desagradables y machacones chistes donde asomaba la misma escatología que hemos vuelto a descubrir como arsenal de las sinrazones opositoras, en estos nuevos tiempos de esta “otra mujer”. Así llegó su muerte, desgarradora y ya todo no fue lo mismo.
Tengo muy presente el momento del anuncio. Era sábado, mis viejos habían salido y ya cenado con mis hermanos, me aprestaba a escuchar por la radio, la velada boxística desde el Luna Park, un clásico sabatino imperdible para mí. Ya se había hecho la conexión con el estadio, y los relatores calentaban el ambiente. De golpe la interrupción y tras unos acordes fúnebres, que nos acompañaron durante unos años y que se instalaron para siempre en mi memoria, la voz nos comunicaba según creo recordar: “la Secretaria de Difusión tiene el penoso deber de informar que a las 20.25 la Señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación pasó a la inmortalidad”.
Yo tenía algo más de 14 años, y no sospechaba que comenzaba con esta tragedia el retroceso del gobierno popular. Después vinieron algunos pequeños golpes contra el gobierno, aprontes para esmerilarlo, “chirinadas” las bautizó el general con su verba cuartelera, y solo era cuestión de tiempo y oportunidad, que los “grasitas” tuvieran que replegarse, hasta otro momento en que la historia volviera a convocarlos. A los 17 asistí impotente al derrocamiento del gobierno de Perón. Fueron días sombríos, que se vivieron con desasosiego, angustia y desmoralización, que hicieron patente cuanta falta nos hacía la Eva.
Un par de días posteriores al golpe, la patota de la fusiladora en nuestra zona, con ínfulas de “comando civil”, decidió comenzar a borrar de la faz de la tierra a los símbolos del peronismo. Vivíamos para esos días ya en Temperley a unas 15 cuadras de la municipalidad de Lomas de Zamora donde se erigía enfrente en la plaza, un emblemático busto de Eva Perón. Unos jóvenes vecinos que tenían sus vínculos con la patota, nos anoticiaron que se venía pesada la mano, y que habría destrozos de todo lo que simbolizara al peronismo. Así que a media tarde, rumbeé para la plaza central frente al municipio, para masoquearme con el vandalismo. Allí asistí a la ignominia de ver a un par de cientos de desaforados muchachones “bien”, capitaneados entre otros por los hermanos Carou del Club Lomas, y el “pechito Benaglia” de Pucará, comenzar con barretas el descalce del busto. Tuvieron que apurarse, pues sintieron que desde las ventanas de los altos de la municipalidad, a unos cien metros tiraban con armas, que por el sonido se podría suponer eran pesadas. Los héroes salieron a la disparada, no sin antes atar con cadenas el monumento a un vehículo, voltearlo y comenzar a arrastrarlo al frente de una procesión, cuyos integrantes a coro insultaban con todas las letras a Juan y Eva, más a Eva, que era el símbolo de la reparación social, que tanto les agravió. En cada esquina hacían una parada, y haciendo pié en el busto, no faltaban espontáneos que hicieran su discurso de odio. Así fueron por cerca de veinte cuadras, desde la misma Plaza de Lomas, por Pavón hasta Laprida, y por ésta hasta Meeks y por Meeks hasta la estación Temperley, donde en esa plaza, emblemática si las hay y no fue casual su elección, la ahogaron. Esa plaza se llama comandante Espora.
Yo presencié desde una retaguardia alejada, junto con otros desanimados, toda esa exposición de rencores que mostraba el otro país, también muy consolidado y homogéneo. Cuando al rato empezó a disiparse la euforia triunfalista y se retiraron los vándalos, me arrimé al piletón. Allí yacían entremezclados los restos de yeso del busto. Manoteé y levanté un trozo de unos 20 por 15 centímetros de superficie y de unos 3 de espesor, que correspondían a la mejilla. Lo recogí sin vacilaciones y lo oculté debajo del abrigo. Caminé como si me llevase el diablo hasta mi casa, unas 5 cuadras, y llegué exhausto y conmovido a ella. Lo mostré como se muestra una reliquia, al final de cuentas, ¿qué desmérito tenía con las de los santones reconocidos? ¿O acaso, a lo ancho del país, no siguen existiendo altares en las casas de los humildes? Estuvo años en el ropero de mi madre, a quien se lo entregué en custodia, entre esos recuerdos familiares que terminan siendo parte de la historia. Pero por esas cosas del destino, desapareció en la última mudanza de mis viejos, junto con una colección invalorable de los “Cuadernos de Forja”, que mi padre había guardado celosamente como su alimento ideológico más preciado. Tal vez fue una jugarreta de las causalidades que se fueran juntos, el pensamiento liberador de Scalabrini y de Jauretche, con los restos simbólicos de quien asumió y se encarnó en las multitudes que abrevaron en esas enseñanzas.
Evita supo intuitivamente que transar, conceder, retardar, era el camino para la esterilización de un proyecto de transformación. Algunos ahora le llaman consensuar. Sobre algunos temas estratégicos no puede haber consensos con quienes alientan políticas de dependencia y de iniquidad. Por eso la seguimos recordando como la gran visionaria que nos dejó un legado inconcluso, que en ciertos períodos históricos retoma la fortaleza de sus convicciones.
*El autor, padre de la periodista Mariana Carbajal, escribió este texto en 2011. Falleció el 21 de octubre de 2021, como consecuencia de una agresión en la vía pública.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/439897-las-mil-y-una-evita