La madrugada del domingo 10 de junio de 1956, la vida cotidiana de los argentinos se alteró cuando la radio entró en cadena nacional y anunció que “a las 23 del día sábado se produjeron levantamientos militares en algunas unidades de la provincia de Buenos Aires” y que “se ha decretado el imperio de la Ley Marcial en todo el territorio de la República”. Un alzamiento militar había empezado la noche del 9 contra la Revolución Libertadora y Pedro Eugenio Aramburu amenazaba con fusilar.
Durante las 72 horas siguientes habría siete muertos por la sublevación, 27 fusilamientos (cinco de ellos en un basural donde se disparó a doce hombres) y un incidente diplomático con Haití. La Libertadora respondía sin piedad al intento de desalojar a la dictadura que había derrocado a Juan Domingo Perón.
Un Ejército dividido
El golpe de 1955 había fracturado al Ejército. Perón representó la unidad del arma en sus diez años de poder desde el 17 de octubre de 1945 y nunca lo perdió de vista. En septiembre de 1951 había repelido el intento golpista de Benjamín Menéndez y se negó a fusilar. Consideró que era un castigo desproporcionado y que hacerlo implicaba romper ese equilibrio. Lo volvió a sostener ante la barbarie del bombardeo de Plaza de Mayo. Y desistió de resistir el golpe de Eduardo Lonardi para no caer en un conflicto civil que hubiera terminado con su ascendiente sobre toda la fuerza.
La Libertadora no aplicó un razonamiento similar en el modo inverso. El régimen se había endurecido en noviembre, con el golpe interno del ala liberal contra el nacionalista Lonardi. La promesa de “ni vencedores ni vencidos” quedaba en el olvido. Perón, que ya estaba en el exilio, fue despojado de su rango militar y el decreto 4161 prohibió la sola mención de su nombre y el de Evita.
Aramburu decidió desperonizar el Ejército y así se ordenó el pase a retiro de numerosos oficiales afines al líder depuesto. Entre ellos estaban los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, a quienes se confinó con arresto domiciliario. Fueron parte del grupo que aceptó no combatir a Lonardi y que no imaginó el revanchismo posterior. Otro oficial al que la Libertadora pasó a retiro, a comienzos de 1956, fue el coronel Ricardo Ibazeta, al que le dieron la baja porque “habiendo podido desde el cargo que ocupaba, colaborar en la lucha contra la dictadura, no lo hizo (sic)”. Ibazeta no tenía simpatías peronistas.
En marzo, casi al mismo tiempo que se dictó el decreto 4161, Valle dejó la quinta de su suegra en General Rodríguez, que había elegido para el confinamiento, y se dedicó al armado del Movimiento de Recuperación Nacional. Junto con Tanco, sumó a otros camaradas de armas y tomó forma el alzamiento, con la idea de llamar a elecciones libres.
El inicio de la sublevación
A las 21 horas del 9 de junio estaba previsto el comienzo de la revolución. Valle había elegido como sede de su comando la Escuela Industrial de Avellaneda. Allí estaba previsto instalar un equipo transmisor conectado a una emisora que iban a tomar y, cerca de las 23, lanzar la proclama que, estimaban, generaría focos de lucha contra la dictadura.
Pero ese primer paso, determinante para el éxito de la operación, salió mal y a partir de allí se volvió cuesta arriba para los sublevados. El gobierno militar obtuvo el dato de que podía haber un movimiento y reforzó la custodia de la planta emisora, además de tener alerta a la policía. Los hombres de Valle decidieron no entrar a la fuerza.
Seis hombres estaban dentro de la Escuela Industrial: el coronel José Albino Yrigoyen, el capitán Jorge Costales y cuatro civiles, Dante Lugo, Osvaldo Albedro, Norberto y Clemente Ross. La policía de la Provincia llegó y los detuvo.
Así fue que no hubo proclama por radio desde Avellaneda. Entre otros, la esperaba un grupo en una casa del barrio de Florida, en Vicente López, reunido para escuchar una pelea de box. No todos estaban al tanto de la conjura. Arribó la policía y se los llevó detenidos. A ese grupo se le aplicó la ley marcial con retroactividad (estaban detenidos antes de que fuera emitida) en un basural de José León Suárez, el hecho que reveló Rodolfo Walsh en Operación Masacre.
Pero sí hubo proclama radial en La Pampa. El alzamiento contó con el apoyo de la policía de Santa Rosa y se pudo transmitir desde Radio del Estado. La aviación naval de la Base Espora lanzó bombas contra la emisora, tras haber fracasado el intento de interferir la frecuencia. El líder local fue el capitán Eduardo Philippeaux y evitó el pelotón de fusilamiento por la derogación de la ley marcial.
Otras acciones se dieron en el regimiento de Palermo, al tiempo que se quiso ocupar la Escuela de Mecánica del Ejército y la sede del Automóvil Club Argentino. Fracasaron, lo mismo que las acciones en Viedma y en tres ciudades santafesinas: Rosario, Rafaela y Sarratea.
Los fusilamientos
Los primeros caídos por la ley marcial fueron los fusilados en el basural de Suárez, si bien Walsh demostró que la detención fue anterior a la promulgación de la norma, con lo que nos los alcanzaba (técnicamente, no había cometido ningún delito) y lo ocurrido fue asesinato a sangre fría. Eran doce hombres. Siete pudieron escapar en la noche. En el lugar quedaron los cuerpos de Vicente Rodríguez, Nicolás Carranza, Mario Brion, Carlos Lisazo y Francisco Garibotti.
Casi a la misma hora, las fuerzas leales a la Libertadora aplicaron la ley marcial a los detenidos en Avellaneda. Los habían llevado a la Regional Lanús. Los seis hombres fueron interrogados junto con otros 14 detenidos, durante dos horas. Yrigoyen, Costales y los cuatro civiles que los acompañaban fueron pasados por las armas.
En Campo de Mayo fueron ejecutados seis militares alzados. Entre ellos, los coroneles Ibazeta y Eduardo Cortines, que ante el improvisado tribunal admitió que el objetivo era terminar con la persecución al peronismo y llamar a elecciones libres en 180 días. El tribunal de guerra decidió no aplicar la pena de muerte, pero el ministro de Ejército, Arturo Ossorio Arana, avisó que se los fusilaría, no en virtud de la ley marcial (ni siquiera respetada en Suárez), sino por un decreto de Aramburu.
La Plata fue otro foco del levantamiento. Allí, el general Oscar Cogorno tomó el Regimiento 7 de Infantería, y un grupo de civiles ocupó Radio Provincia. Hubo enfrentamientos (Walsh, que vivía en la capital bonaerense, lo recuerda al inicio de Operación Masacre y recrea la muerte de un conscripto, luego identificado como Blas Closs, uno de los 7 caídos de la sublevación). Capturado, Cogorno fue ejecutado el 11; al día siguiente en La Plata fusilaron al subteniente Alberto Abadie.
En rigor, lo que correspondía, de acuerdo al procedimiento militar, era establecer el máximo castigo a través de un Consejo de Guerra, esto es, la pena de muerte, para que Aramburu, como titular del Poder Ejecutivo, la conmutara por la más alta pena de prisión que estipulara el Código de Justicia Militar. Al refrendar la decisión de los Consejos (que actuaron bajo la premisa de que habría conmutaciones), Aramburu arrastró a todo el Ejército en su decisión. Peor aún: ignoró la decisión del Consejo de Campo de Mayo sobre seis sublevados y mandó fusilar por decreto. También es cierto que fue azuzado por el vicepresidente de facto, el almirante Isaac Rojas, símbolo del antiperonismo, que toda su vida reivindicó los fusilamientos.
En Mártires y verdugos, Salvador Ferla estima que si el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas hubiera tomado las actuaciones, lo máximo habrían sido seis años de cárcel, pero, considerando atenuantes, la pena se reduciría a dos o tres años. Alejandro Horowicz, en Los cuatro peronismos, da cuenta de una mutación: a Perón lo derrocó el Ejército que él había moldeado, y que seguía siendo el mismo cuando volteó a Lonardi; pero ese Ejército pasó a ser otra cosa con los hechos de junio del 56: “Es el Ejército de la Libertadora, contenido en el anterior, posible, subyacente, pero otro”.
Se entrega Valle
Los diarios, con La Prensa a la cabeza, celebraron la represión. El 11 de junio, La Nación informó que no habría más fusilamientos y que incluso se conmutarían penas, cosa que no ocurrió. La dictadura identificó a Valle como cabecilla de la asonada. Este ofreció entregarse a cambio de parar el baño de sangre. Lo detuvo un viejo conocido, el capitán de navío Francisco Manrique, que prometió respetarle la vida. No fue así.
Valle fue llevado a la Penitenciaría de la avenida Las Heras. Antes de la ejecución le escribió a su madre, a su hermana, a su esposa y a su hija. Y a Aramburu, que había sido compañero de estudios: “Dentro de pocas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado. Debo a mi Patria la declaración fidedigna de los acontecimientos. Declaro que un grupo de marinos y de militares, movidos por ustedes mismos, son los únicos responsables de lo acaecido. (…) Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas, verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. (…) Espero que el pueblo conozca un día esta carta y la proclama revolucionaria en las que quedan nuestros ideales en forma intergiversable. Así nadie podrá ser embaucado por el cúmulo de mentiras contradictorias y ridículas con que el gobierno trata de cohonestar esta ola de matanzas y lavarse las manos sucias en sangre”.
Precisamente, y en base a ese viejo vínculo entre ambos, la esposa de Valle fue a Campo de Mayo a intentar hablar con Aramburu para pedirle clemencia. No pudo encontrarlo. Era de noche y un edecán le informó que “el Presidente duerme”. Valle fue fusilado el 12 de junio.
Incidente con Haití
En esas horas se produjo el último acto del drama. Seis de los sublevados buscaron asilo en la embajada de Haití, en Vicente López. El embajador Jean Brierre los hizo entrar a la sede diplomática ubicada en las calles San Martín y Monasterio. Más tarde se sumó Tanco. Brierre decidió ir a la Cancillería para informar del asilo. En su ausencia sucedió un hecho sin precedentes: militares argentinos violaron la inmunidad de la delegación haitiana e ingresaron para llevarse a los asilados. Los lideraba el general Juan Constantino Quaranta, el jefe de la Inteligencia militar y futuro protagonista del caso Satanowsky investigado por Walsh.
Quaranta hizo salir a la calle a los hombres, pero no para llevárselos a otra parte, sino para fusilarlos allí mismo, en la vía pública. La esposa de Brierre, Marie-Therese, se interpuso entre los militares y los siete hombres que iban a matar. La mujer gritó y los vecinos salieron a la calle. Eran demasiados testigos. Quaranta desistió, pero se llevó a los siete a la guarnición de Palermo. El embajador Brierre, mientras tanto, había tenido el reconocimiento de la Libertadora: los siete tenían status de asilados y fueron devueltos a la embajada.
Años más tarde, el suboficial Andrés López, que había acompañado a Perón en sus dos primeras presidencias y fue uno de los siete de la embajada, recordaría que, durante las horas que pasaron desde la detención hasta su regreso a la embajada, pensaron que serían fusilados. Brierre los subió a un avión con destino a Haití, pero les sugirió, por seguridad, bajar en la escala en Caracas, para no comprometer más a su país.
La crítica de Perón
En julio, Aramburu viajó a una reunión de jefes de Estado en Panamá. Allí transcurría el exilio de Perón. Para evitar problemas, el líder justicialista se fue a Nicaragua. Regresó a la semana y decidió mudarse a Caracas, donde estaban los sobrevivientes del alzamiento. Perón se había mostrado crítico de la sublevación en carta a John William Cooke. Más tarde tendría palabras de elogio a Valle, pero lo cierto es que consideró que habían actuado de manera apresurada, movidos por los pases a retiro del verano del 56.
Así se lo hizo saber a los siete cuando arreglaron una reunión en la capital venezolana. Casi 60 años después de los hechos, López contó que se sentaron en una mesa, Perón en una cabecera y Tanco en la otra. El silencio lo rompió Perón.
– Tanco, ¿yo qué les había dicho?
– Bueno, General, es que…
– No, no se excuse. Se los avisé: no estaban dadas las condiciones.
Los años siguientes
El alzamiento quedó como un hito en la resistencia del peronismo proscripto, además de ser una marca para sus opositores (Américo Ghioldi, de la rama más antiperonista del Partido Socialista, proclamó que “se acabó la leche de la clemencia”). Mostró a las claras la diferencia entre Perón y quienes lo derrocaron a la hora de reprimir una insurrección y derivó en una obra fundamental de la historia del periodismo, como Operación Masacre, que puso el foco en los civiles masacrados en Suárez. En total, la represión se tradujo en 27 fusilados, “una consecuencia escalofriante” del levantamiento, al decir de Joseph Page. El biógrafo de Perón coloca las ejecuciones como la nota que diferencia al 9 de junio de cualquier otra asonada fallida en el país.
“Aunque Juan Domingo Perón había cometido y tolerado muchos excesos en sus días, se puede decir a favor suyo que nunca llegó a convertir sus cárceles en mataderos. No se puede afirmar lo mismo sobre el general Pedro Eugenio Aramburu”, apuntó el autor estadounidense. Cuando Aramburu fue secuestrado en 1970 por la célula originaria de Montoneros, antes de matarlo lo condenaron por el robo del cuerpo de Evita y por los fusilamientos.
La tragedia del 56 preludió la de los 70. Julio Troxler, sobreviviente del basural, fue asesinado por la Triple A en 1974. Era subjefe de la Policía Bonaerense, a la que había sobrevivido 18 años antes. Susana Valle, la hija del líder del alzamiento, formó parte de la primigenia Juventud Peronista a comienzos de los 60. Después del golpe del 76, fue secuestrada en Córdoba.
Tenía 40 años y Luciano Benjamín Menéndez se ensañó con ella. Estaba embarazada, pero eso no impidió que la torturaran. La picana produjo un parto prematuro de mellizos. Uno nació muerto. El otro fue puesto a pocos metros de ella, podía verlo pero no tocarlo. Así presenció su muerte.
La hija de Valle murió en 2006. Llegó a presenciar los homenajes por los 50 años del levantamiento.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/556907-la-sublevacion-del-general-valle-el-alzamiento-que-fue-un-hi