Desde siempre se conoce que existen situaciones encubiertas por las palabras y que para acceder a lo que está detrás -o lo que no está- deviene imperioso despojar al lenguaje de su máscara.
Con marcada recurrencia en el último medio siglo de nuestra historia la voz impunidad se alza contra las atrocidades cometidas desde o con el amparo estatal. También bajo ese título el notable colega de Justicia Legítima Edgardo Mocca denunciaba días atrás la actuación crecientemente degradada de sectores del judicial. Y no parece demás evocar que la invención dieciochesca del vocablo -también inulto, en sentido poético- guarda raíz en la impunis latina, esto es, sin sanción o pena.
Entre lo impune y lo punido vuelco mi preferencia por la voz impunización, reveladora descripción del teórico brasileño Ricardo Genelhú cuando analiza el funcionamiento del sistema penal de su país de consuno con la destrucción de la democracia.
Como toda creación neológica (de “neos” griego, en relación a un discurso o razón) se aporta una expresión de nuevo cuño inexistente con anterioridad en la lengua y permite que la cultura penal cambie, evolucione y se renueve. Ya nos supo advertir Borges: “Tan poderosa y general es la pasión jurídica (o tan débil la estética) que los mil y un comentadores de Joyce casi no examinan los neologismos inventados por él”.
Porque bien es cierto –cuanto menos desde la normalidad funcional del delito sostenida por Durkheim- que la impunidad es un defecto parcial e inevitable, propio de todo sistema penal a partir de la forma en que opera. Ahora, frente a esta función “randómica”, aparece la dimensión de la impunización, que viene a advertirnos de hipótesis en donde no se trata de un mero azar y lejos se está de una aleatoria ausencia de sanción.
Por el contrario, constituye una auténtica voluntad de impunidad. Resulta del despliegue de una estrategia oficial para el vacío de responsabilidad (sin respuesta) que abjura del Derecho, mutila la memoria y deshonra a las víctimas.
Señalo esto porque desde 2004 respecto del atentado más grave padecido en nuestro país en la mutual AMIA, se determinó que irregularmente se armaron acusaciones para satisfacer “oscuros intereses de gobernantes inescrupulosos”. En el año 2005 se decidió en un acuerdo de solución amistosa ante la CIDH, entre otros compromisos, a avanzar en el esclarecimiento del atentado y en la persecución y sanción por el desvío en su investigación. Tres años después me cupo impulsar la acusación contra los responsables de lo más abyecto y vil de un proceder judicial, para después lamentar el descubrimiento de una posición diametralmente distinta en el juicio por parte de la administración actual, en un vuelco que terminó en escándalo que incluyó la denuncia penal y el juicio político para su cara más visible, pero ni mucho menos la única ni la más importante. Entonces se señaló desde las propias filas oficialistas el denominado “encubrimiento del encubrimiento”, condición doblemente inmoral que coloca en riesgo la responsabilidad internacional de la Argentina por la violación los derechos humanos a la vida y la justicia. Eso, y no otra cosa, es impunización.
Sabrán las víctimas del terrorismo estatal que el “estorbo” jushumanista a la vuelta de cuatro décadas arroja consecuencias. Sabrán las del terrorismo que alzarse contra la injusticia y la hipocresía, tenaz y consecuentemente, llevará a resultados. Porque en la lucha por sus derechos reside el germen de nuestra libertad democrática, que a todas ellas se la debemos.
Alejandro Slokar es Profesor Titular de la UBA y la Universidad Nacional de La Plata.