Desde Barcelona
UNO Ahí está. De nuevo. Otra vez. Como hace ya casi cincuenta años. Igual que siempre pero diferente a partir de entonces. Su monótona y gris geografía alterada ese 20 de julio de 1969. Ya se sabe, ya se vio tantas veces: pequeño paso (y pisada indeleble), gran salto, bandera dura, brincos ingrávidos. Y acaso lo más importante de todo: ver desde allá el aquí como se veía desde aquí el allá. Rodríguez se acuerda de todo. Uno de los greatest hits de su infancia. El alunizaje del Apollo 11. La certeza de haber llegado más lejos de lo que jamás se había llegado. Ya no estar en las nubes sino estar en la Luna.
DOS Rodríguez sale al balcón y mira al cielo (ese espejismo) y pone como música de fondo no The Dark Side of the Moon de Pink Floyd (porque esa es música más de lunáticos que de alunizados) sino el más actual aunque elegantemente retro-crooner-lounge y melancólico y nostálgico Tranquility Base Hotel & Casino de Arctic Monkeys. Algo más cercano a ese disco a base de theremin –por entonces el instrumento sci-fi por antonomasia– con el que parece estar obsesionado el inexpresivo Neil Armstrong con cara de Ryan Gosling en la película First Man. El título del sexto álbum de Arctic Monkeys sale directamente del sitio exacto en el que alunizó el módulo de la misión Apollo 11 y todo suena un poco como transmitido desde las profundidades de una boite-cráter. Alex Turner –líder de la banda– comentó que el concepto/sonido se le ocurrió volviendo a ver 8½
y 2001: A Space Odyssey: dos obras maestras numeradas. La primera sobre el pasado de una mente y la segunda sobre el futuro de una raza (futuro que ya pasó y que no fue; aunque el film no haya envejecido ni un fotograma pero sí en su título). Una y otra transcurriendo –recordando y profetizando al mismo tiempo– desde habitaciones de hotel envasadas al vacío y limitando con naves espaciales terminales o cohetes en construcción. La resultante de eso –piensa Rodríguez– es una música rara con rasgos de Serge Gainsbourg y Leonard Cohen y Scott Walker y David Bowie. La entrada de Wikipedia –en las que, se sabe, casi todo puede entrar– añade a Jorge Luis Borges y a David Foster Wallace a la mezcla. Más allá de sus excesos y de caer en esa grave ingravidez del mejor pop a Rodríguez le gusta lo de Arctic Monkeys. Y lo escucha casi sin darse cuenta de dónde termina un track para que comience otro y –una cosa lleva a la otra– se pone a hacer lista de canciones lunares y perfectamente distinguibles unas de otras. “Space Oddity” del ya invocado Bowie, “Moonshadow” de Cat Stevens, “Song About the Moon” de Paul Simon, “Blue Moon” de Rodgers & Hart con tantas voces diferentes, “Walking on the Moon” de The Police, “Rocket Man” de Elton John, “Spaceman” de Nilsson. Y “Here Comes the Moon” de George Harrison que –cada vez que Rodríguez la menciona– nadie parece conocer ni jamás haber oído y, entonces, lo miran con cara rara: con la cara que se mira a alguien que pasó demasiado tiempo a solas, como en órbita, mirando de afuera para dentro.
TRES Con semejante (des)ánimo, Rodríguez ha estado viendo en su tv los diez episodios de la serie/documental One Strange Rock desarrollada por Nutopia y Darren Aronofsky para el canal de la National Geographic. Nada es perfecto y el “maestro de ceremonias” es el insufrible Will Smith. Pero el “concepto” es más que interesante: astronautas (incluyendo a aquel que hace ya unos años conoció la fama YouTube al filmarse cantando y flotando aquello de “Ground Control to Major Tom…”) relatando cómo se ven lo para nosotros cercano desde tan lejos. Y cómo esas cosas no son –en más de un caso– como las pensamos y vemos. Y, ah, a Rodríguez siempre le produjo una inquietante admiración el aire hierático y estoico de los astronautas. Sobre todo si se lo compara con esos futbolistas de peinados absurdos y tatuajes sobre tatuajes que siempre lloriquean en ruedas de prensa cuando anuncian que se van del pequeño “club que los vio nacer” a una de esas potencias mundiales del pelotadismo previo cobro de pilas de millones altas como las montañas de la Luna. O con esos políticos desorbitados que –ahora y por aquí– se la pasan indignándose porque no se pacta para ser investidos o porque les dicen cosas feas por la calle. Los astronautas –también– hablan mucho mejor que todos ellos acerca de lo que hacen.
DOS Ahora –cinco décadas después– la atendible paradoja de que el acontecimiento más indiscutiblemente futurístico en toda la historia de la hombre cumpla medio siglo de edad. Desde entonces –tiempos de competitiva Guerra Fría– poco y nada demasiado interesante: robots a Marte, catástrofes de los ahora descontinuados transbordadores espaciales, las promesas de sucesivos presidentes, los exhaustivos informes y surtidos documentales contando una y otra vez los pormenores técnico-burocrático-económicos en lo que hace a subir e instalarse ahí arriba, la noticia casi semanal acerca del descubrimiento de algún exoplaneta donde “podrían darse las condiciones para la vida humana” y el anuncio entre trompetas del sueño a realizar del magnate megalómano de turno soñando con incorporar satélites naturales o artificiales a sus dominios .com.
Pero, de nuevo, de pronto, la carrera espacial se acelera. Rodríguez lee que vuelve a ser “importante quién llegue primero y adónde. El Tratado del Espacio Exterior de 1967, del que son parte 107 países, incluidos China, Rusia y EE UU, impide que nadie pueda reclamar parte de un cuerpo celeste. Pero también estipula en sus cláusulas de no interferencia que si alguien se posa en algún lugar, ningún otro podrá hacerlo en las cercanías. Los más poderosos, los más rápidos, incluidas empresas, se pueden instalar y quedar con las partes más interesantes para explotar”.
Por encima –por muy encima–de todo lo anterior, el misterio permanece. Y, de acuerdo, las visiones visionarias de Luciano y Dante y Kepler y Cyrano y Poe y Andersen y Verne y Wells y Méliès y Hergé y Kubrick/Clarke entre tantos otros, han sido desactivadas por una realidad (suele serlo) mucho menos ocurrente y divertida. Y sí porque no: todo parece indicar que la verdad allí fuera es que no hay nadie de verdad allí fuera. O que quizás –se dice Rodríguez– a ese posible extraterrestre alguien no le parezcamos lo suficientemente interesantes como para darse a ver, como para dar ese pequeño paso para esa nativo de Urkh 24 y gran salto para el resto de nosotros. Y, sí, hay noches, como esta, en la que Rodríguez –mirando primero a la Luna y luego a las estrellas y hasta el infinito y más allá– no puede evitar el preguntarse y el fantasear, como los lunáticos antes mencionados, si no será que en las profundidades del espacio ya todos se conocen y se cruzan y se visitan. Y que, por cuestiones de seguridad e higiene, han optado por no invitar al homo sapiens a la gran gig en el cielo por temor a que lo estropee todo como ya está estropeando esa fiesta llamada Tierra.