¿Cómo se escribe la pasión con que Pino Solanas dijo “goce” en la Cámara alta en 2018? ¿Con cuántas o y cuántas e se podría graficar esa constatación de lo que puede un cuerpo en un ámbito donde lo que vibra y lo que tiembla se deja afuera para jugar adentro “una macabra partida de póker de intereses electorales”, como también dijo el entonces senador? Hay que darle play al video que lo devuelve vivo, lleno de ese vitalismo que a veces parecía irse a la banquina para las normas de cartón del ágora política donde imaginarse cogiendo a alguien es puro abuso y nunca la complicidad de saber que todes somos también un cuerpo. Afuera, ese 8 de aborto, no se podía más de frío y de lluvia, no se podía más de ganas de hacer algo más frente al mandato de irse para las casas después de haber acariciado el abrigo del triunfo para una demanda en la que se nos va la vida, en la que ya se fueron las vidas de tantas, de tantos. ¡Ah, puede ser! Que hubiéramos querido quienes estábamos a la intemperie del techo pero al cobijo de nuestros cuidados comunes, de los fuegos que se prendían soplando como fuelles contra la lluvia para que hubiera llama, hubiéramos querido que fuera una mujer la que pusiera esa pasión que puso Pino para decir goce. “El Gooooceeee, señora presidenta, el gooceee”. Pero fue ese hombre octogenario el que puso el cuerpo, la voz y la indignación, cuando las cartas ya estaban echadas a mucho de lo que nos animaba y nos anima. El goce de los pobres, dijo también y en esa misma línea para golpear con su índice erguido contra el escritorio y denunciar en ese acto las mismas eternas representaciones en las que el goce sexual es de unos cuerpos: blancos, flacos, con todos sus dientes, con sus tetas erguidas y sus anteojos de sol mientras que para otros es siempre la mirada baja, les niñes a cuestas, la cola frente al merendero, la gorrita como amenaza de robo, la baja estofa del vino en caja y el supuesto ridículo de las calzas que desbordan carne. Contra el hambre y contra la guerra, en las trincheras y los cortes de ruta, el goce. Para les adolescentes de “catorce, quince, dieciséis años”, también el goce y no la represión ni el pánico, dos palabras que repitió el senador en su discurso impecable, que traía también la voz de otras generaciones que se mezclaron esa noche en la calle. La voz de esas minas y esos tipos con hambre de revolución que callaban sus abortos, que esperaban demasiado para abortar porque aunque la liberación sexual les animaba no alcanzaba ni alcanza con una píldora –que esa era la palabra en los 60 y los 70– que puede fallar, que a veces no se podía comprar, que nunca contaba –ni cuenta– con la responsabilidad de quienes podrían ponerse un forro pero qué importa si total no son los que van a tener que tomar la decisión de interrumpir un embarazo no planeado ni deseado. Y contó una anécdota de su época, una escapada a los 16 con una adolescente de su edad. Y asumió que no había podido hacer nada más que reconocer la impotencia frente a lo que ella sí había hecho: poner en riesgo su vida para decidir sobre su vida. Ese hombre que ya había recortado su pelo cano hasta hacía poco todavía largo y desmañado, que denunció los desastres ambientales de los que ahora todes hablamos cuando el viento de cola del agronegocio convertía el desierto tóxico de territorios cada vez más extensos en un logro; ese hombre puso en el mismo discurso memorable la represión de la dictadura y su resistencia en la misma línea argumental de la demanda por el goce y contra la represión que lo castiga. Que convierte algunos cuerpos en descartables o en incubadoras, fábricas de bebés, reproductoras de las fuerzas explotables para las ansias del imperialismo que Pino Solanas denunció en La hora de los hornos, esa película que puede volver a verse con el mismo dolor que causa ahora su muerte aunque hubiera vivido tanto. Aunque hubiera militado tanto. Aunque hubiera gozado tanto. En ese discurso que se comentó afuera del Senado con la chispa de lo que ya no se esperaba, él puso un cuerpo de ochenta y pico y tensó una cuerda de sentido y vitalidad con el que había dado Ofelia Fernández, que no había cumplido 20 todavía, en las audiencias previas a la discusión en la Cámara baja: “Las adolescentes tenemos relaciones sexuales, sépanlo, y somos nosotras las que abortamos”, había dicho. Esa alianza intergeneracional movida por el deseo es la que agitó la resistencia en las calles en 2018 y la que va a seguir demandando, como auguró Pino Solanas en esa madrugada de agosto en la que no festejamos una victoria pero sacamos nuestras historias, experiencias y goces de la clandestinidad.
Otra vez un poco más huérfanes. Es el tiempo que pasa y es la pandemia, claro. Pino Solanas aquella noche le enrostró a la que era presidenta del Senado, Gabriela Michetti, no haber dejado entrar a escuchar al sesión a Nora Cortiñas, “el capital simbólico de la resistencia a la mayor tragedia argentina”. En el duelo por su muerte duelen también las aventuras de quienes fueron jóvenes en los ’70, les que no buscaban grietas sino que iban por todo, les que fueron capaces de borrar sus nombres detrás de proyectos colectivos, cine firmado colectivamente, arte efímero hecho en manada y a puro goce, aventuras comunicativas clandestinas contra el imperio. Si él pudo decir como dijo “goce”; con todo lo que había quedado obliterado en relación a las mujeres, a las maricas, los homosexuales, las lesbianas, les trans y travestis; es porque nunca renunciaron a la apuesta por el todo. Así, en plural. Porque agachadas individuales hubo y hay. Pero esa apuesta colectiva a desgarrar el telón de lo posible, ese goce todavía nos interpela. Por eso se puede brindar mientras se vela el cuerpo ya inerme de Pino Solanas, por la vitalidad, la resistencia y la convicción de que no nos conformamos con menos de lo que de verdad queremos.