“Esto no es un país, es una fosa común con himno nacional”. Como aquella frase cliché sobre la imagen, a veces una pancarta también vale más que mil palabras. A casi cuatro años de la firma de los Acuerdos de Paz, la historia de Colombia se sigue escribiendo con sangre; una espiral de matanza por goteo que en estos tiempos agudizó su crudeza pero también mostró un saludable elemento novedoso: el hartazgo ciudadano a la endémica violencia estatal y paraestatal.
Mientras en toda América Latina la atención se enfoca en el conteo diario de las cifras de covid-19, en Colombia se impone un combo de estadísticas escalofriantes. Al durísimo impacto de la pandemia (es el quinto país con más contagios y ya hay más de 27 mil muertes), se le agrega la sumatoria periódica de víctimas de la represión institucional y la ferocidad paramilitar. Leé estos datos con atención: este año ya se registraron 66 masacres (como califican los organismos de DDHH al homicidio de tres o más personas en estado de indefensión) en las que murieron 263 personas. Además, también sólo en 2020, fueron asesinados 225 líderes y lideresas sociales y 48 desmovilizados de las FARC. ¿Qué pasaría si ese sistemático baño de sangre ocurriera, por ejemplo, en su vecina Venezuela? ¿Por qué la “comunidad internacional”, la OEA, el Grupo de Lima, Bachelet y el conglomerado mediático dominante no se indignan con la tragedia humanitaria colombiana?
Esta violencia estructural tiene múltiples aristas, y una de las más visibles es el desenfrenado abuso policial. El grito de “ya basta” copó las calles el 9 de septiembre después de viralizarse el crimen de un abogado asesinado a golpes y descargas de pistolas Taser mientras era filmado. Esa chispa prendió la mecha en la juventud que salió masivamente a protestar, como lo había hecho en noviembre del año pasado. La respuesta fue de manual: otra represión y 13 personas asesinadas en Bogotá y en el vecino municipio de Soacha, mientras ardían decenas de puestos policiales, escenarios habituales de detenciones arbitrarias, torturas y violaciones.
El presidente Iván Duque no sólo rechazó el reclamo de una reforma a las fuerzas de seguridad sino que, casi como una provocación, apareció al día siguiente luciendo una campera policial y arengando sobre “los actos vandálicos y terroristas contra la fuerza pública”. Días después, la Corte Suprema emitió un fallo histórico en el que concluyó que el accionar policial “presenta rasgos de sistematicidad en las agresiones a la protesta por el uso violento, arbitrario y desproporcionado de la fuerza”. Según cifras oficiales, la Policía bogotana cometió 45 violaciones sexuales y 10.071 agresiones físicas entre 2019 y 2020.
El asesinato del líder liberal y candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán en 1948 abrió pasó al período conocido como “La Violencia”, que en una década dejó unas 300 mil muertes y fue el prólogo de la conformación de las guerrillas que protagonizaron el conflicto armado más extenso de Latinoamérica. La oligarquía colombiana no precisó apelar a un golpe de Estado -como en buena parte del Cono Sur- para implantar el paradigma neoliberal y logró mantenerlo como proyecto hegemónico hasta hoy. Con la violencia política en su ADN, se alimentó de esa guerra crónica para justificar el pisoteo de los derechos humanos y edificar una democracia muy floja de papeles en la que cualquier pensamiento crítico o activismo social corría (y corre) peligro de exterminio.
El pico de violencia actual tiene su matriz en el incumplimiento por parte del Estado de buena parte de los Acuerdos de Paz –firmados en noviembre de 2016- y el regreso al gobierno del uribismo, expresión política que cristaliza la alianza entre la élite terrateniente y el poder narco-paramilitar.
Otro factor clave es la disputa por el control de los territorios que dejaron las FARC tras su desmovilización. Con ausencia o complicidad estatal, grupos criminales diseminan el terror para asegurar el negocio de las drogas pero también de la madera, la minería y la trata. No es casual que los asesinatos selectivos de líderes comunitarios y exguerrilleros (ya van 1.009 y 231 respectivamente desde la firma de la paz) suelen darse en las zonas donde se intenta avanzar en los puntos del acuerdo vinculados a la reforma rural y a la sustitución de cultivos ilícitos. La garantía de impunidad multiplica la magnitud del horror.
Por último, nada de la historia contemporánea colombiana se comprende sin advertir su rol geopolítico como el principal aliado de Estados Unidos en la región (la Israel de Latinoamérica se solía decir). La firma del plan “Colombia Crece”, el desembarco de tropas norteamericanas y la visita de Mike Pompeo, tres hechos recientes, reafirman al país como base principal de la ofensiva contra Venezuela y de los intereses de Washington en el continente.
Tal vez en las huellas de ese vínculo entre el mayor productor de cocaína del mundo y el mayor consumidor estén las claves de un pasado y un presente tan doloroso. Tal vez, también, en esa juventud que perdió el miedo, en el feminismo que crece, en la tenaz resistencia campesino-indígena y en ese bloque democrático con potencial de alternativa política aparezcan las pistas de un futuro con una Colombia diferente.
Gerardo Szalkowicz es editor de NODAL. Autor del libro “América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista”. Conduce el programa radial “Al sur del Río Bravo”.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/298636-colombia-un-genocidio-silencioso-y-silenciado